lunes, 19 de diciembre de 2016

EPÍLOGO

Éste ha sido mi cuarto Camino, aunque los tres anteriores los había hecho en bicicleta y este último, a pie.

Hacer el Camino en bici es muy bonito y  muy gratificante también pero, desde mi punto de vista, nada que ver con hacerlo andando. Hacer el Camino a pie es otra cosa. No sé muy bien explicar por qué, pero se vive con una intensidad totalmente distinta a cuando vas en bici.

Las sensaciones previas al comienzo han sido, para mí, totalmente distintas a las de los otros Caminos. Las dudas, las incertidumbres y también, por qué no, los miedos que iban apareciendo no era algo que hubiera sentido en los otros Caminos. Al menos no con esa intensidad.

A pesar de la experiencia de tres caminos anteriores, parecía el primero. 

Las dudas no eran por el recorrido ni por cuestiones logísticas sino por cuestiones tales como: ¿soportaré el peso de la mochila? ¿seré capaz de andar tantos kilómetros un día tras otro? ¿me agobiará ir solo por un camino, a la vez, muy solitario? etc.

Lo que menos me preocupaba era el hecho de ir solo, al contrario, me apetecía.

Mi camino empezaba en Zamora pero, en realidad, empezó mucho antes, en la estación de Chamartín, al subir al tren que me llevaría Zamora, al ver a otros peregrinos con sus mochilas ¡Ya empezaba mi Camino!

Poco a poco, día a día, fueron desapareciendo mis temores. Todo lo que me preocupaba fue desapareciendo y no hicieron falta muchos días para reafirmarme en mi convicción de que el Camino de Santiago, cuando se hace andando, se vive de una forma especial.

No hace falta decir que todo el que hace el Camino una vez, queda enganchado de por vida. Son muchas cosas, difíciles de explicar la mayoría, que hacen que sea una experiencia única.

Fueron 18 jornadas inolvidables, llenas de experiencias enriquecedoras. Solo me quedo con los buenos momentos vividos, que fueron muchos y ya he olvidado los problemas que pude haber tenido. Prefiero quedarme solo con lo que es importante. Conocí gente estupenda y albergues de todo tipo, algunos un poco dejados de la mano de dios y otros, todo lo contrario, pero todos me ayudaron a descansar y a prepararme para la jornada del día siguiente.

No puedo dejar de mencionar dos de ellos: el de Tábara, en el que José Almeida, el hospitalero, con su acogida me hizo sentir como en casa y el de Outeiro, un gran albergue gestionado por Pilar, una gran hospitalera.

Muy a mi pesar, cuando me quise dar cuenta, ya estaba oyendo las gaitas que suenan en la entrada de la plaza del Obradoiro. El camino se me hizo corto, muy corto, así que no me va a quedar más remedio que repetir la experiencia.